Entonces, era que yo iba caminando por Santiago, pensando en alguna barbaridad o travesura de antaño, no recuerdo bien, cuando este tipo intentaba retratar la mejor cara de este sector contaminado con ruidos, papeles y esa retórica urbana, toda saturada, todas juntas y también todas por separado; yo tenía tiempo y era fácil encontrar refugio a la sombra, además así era más fácil tratar de entender la visión de este hombre, fue cuando me senté.
Era un día con sol, también estaba despejado de las parejas echadas al pasto que caen al mismo tiempo que esas primeras hojas de otoño, solo por falta de un lugar propio; era agradable, pero seguía sin entender por qué este sector, por qué la valentía de sacar esa preciosa cámara reflex digital a sufrir con las condiciones de este entorno poco hospitalario, ahí ví su objetivo, era la ventana (creo o bien arriba) de un edificio a mi espalda, sacó fotos y jugaba con sus botoncitos, me preguntaba ¿sería que era la casa de su alguien especial? O ¿era su sesión de prueba para el juguete nuevo? (juguete nuevo que quería para mí); No lo descubrí, pero su labor era de minutos, probablemente fueron horas, horas que usé en mirar caras desconocidas y sentir calor.
El siguió uno a uno retratando objetos, peatones, autos y nubes (me pregunté si habría retratado esa bien mona con forma de remolino), los cambios de color y las uni-tonalidades. Cuando terminó con ese metro cuadrado avanzó hacia mi, miré al costado con gesto de intentar recordar algo importantísimo, el me miró, lo sé, lo noté de reojo, no hubo fotografía para mi, creo que yo a esas alturas ya era parte de lo inanimado de la situación, el siguió, yo levanté mi cabeza y lo miré, buscando que el cediera agachando la suya, no sucedió y quedé como altanera, pero la verdad no importó; mi asiento semivacío se lleno en una sentada.
No dijo nada, con suerte una sonrisa fingida de permiso, su piel roja me decía que había sido buena idea la de caer en la sombra; yo supongo que hice algún gesto, jamás supe cual; Durante cinco minutos compartimos el banco, el metro cuadrado y la mirada al paisaje citadino que el tenía en su cámara, desde todos los ángulos. Quise en esos cinco minutos sacar conversación y la inicié mil veces, pero en mi mente, imaginé sus respuestas de mil formas distintas, la verdad estábamos en mute.
El me miró una vez más en modo de decir “Chao” (supuse), hice lo mismo con una sonrisa e inclinando la cabeza hacia mi hombro derecho (ese gesto si lo recuerdo), Me dice:-“¿una foto?”
Mi cara de ¿ah?... claro, pensé en como dejé de ser inanimada.
-“pero que salga el edificio”, continuó.
Yo me moví, tomó su cámara, quise correr pero sonreí, tomó la foto y luego un gracias.
Se fue, imagino que sería a su casa a ver los aciertos y los errores de color del día, yo seguí cinco minutos más en ese lugar porque sin tener una cámara, sin hacer un proceso químico fijé y hoy reproduzco el día que conocí a un fotógrafo y supe que quería uno de esos en el cajón de mi escritorio (al lado de mis fotos, las fotos de mis amigos y los recortes de revistas antiguas) para que me supiera mostrar las formas difusas y virtuosas que yo podía darle al mundo.
Esto lo cuento porque hoy navegando en Internet encontré mi foto, supe que era el sitio de él, era la única foto del lugar, ¿habría estado tanto rato juntando valor para acercarse a mi? ¿Sería la única foto buena de la tarde? Y abajo solo decía “gracias por esos cinco minutos de charla silenciosa”.
